viernes, 7 de mayo de 2010

Estado de decepción


Cómo defender la democracia y no volverse autoritarios en el intento

Ha preocupado a muchos la declaración del Estado de Excepción. No les ha faltado razones a quienes se preguntaron para qué se necesita una medida extrema como ésa, habiendo caminos normales, no extraordinarios, para demostrar voluntad y decisión firme en la lucha contra la delincuencia, organizada o no.

Personalmente, me queda el sabor de que aún sin este recurso constitucional extremo, las autoridades podrían haber hecho mejor papel en el combate al EPP y a otras formas más cotidianas y menos “ideológicas” de inseguridad. Por ejemplo, para movilizar fuerzas militares o actuar con rapidez –incluso en las órdenes de detención o allanamiento- no se precisan permisos constitucionales “extras”, sino voluntad real y claridad en el mando. El gobierno tiene, en este sentido, la oportunidad de desmentir todo el escepticismo y las sospechas que han rodeado este asunto. Y sabe que tiene menos de un mes para hacerlo, un corsé de tiempo al cual no se ha visto muy afecto un gobierno que camina, según sus propios corifeos, “a pasos episcopales”, y todavía sigue justificando sus demoras diciendo que cualquier tiempo es poco para todo lo que debe hacerse.

Ahora bien, lo que deja de nuevo revoloteando en el escenario político esta circunstancia del Estado de Excepción es la cada vez más señalada necesidad de que las esperanzas, las ilusiones, las expectativas de la gente sean atendidas con respuestas concretas por parte de las autoridades.

No se puede consolidar la cultura democrática, ni siquiera la simpatía por ella, sin evidentes avances en los valores componentes de este sistema de gobierno. No por mucho cacarear sobre la participación democrática, habrán de verse los huevos de un verdadero protagonismo de los ciudadanos. El resultado de una ciudadanía activa, protagónica, comprometida con el país, no viene como consecuencia de simples y populistas discursos que parecen evidenciar más bien un temor o antipatía al “otro” mecanismo de participación –el voto-. Para lograr que la gente se sienta protagonista, esté consustanciada con la democracia, la valore y la defienda, se precisa de realidades, más que de discursos; de acciones, más que de proyectos grandilocuentes; de avances reales, más que de excusas sempiternas.

No por llenarse la boca de “democracia participativa”, la gente excusará la inutilidad o la deshonestidad en la función pública. No por autodenominarse “progresistas” los dirigentes políticos o sociales del entorno gubernamental deberán esperar que nadie les señale con el dedo cuando han metido la mano en la lata, o cuando lo han intentado y pudieron “desactivar a tiempo”, antes de ser pillados, esos negociados. No por proclamarse profetas del cambio están exentos de rendir cuentas, ser transparentes, ser eficaces y actuar con total legalidad. Así se ha reclamado a los de antes, no debiera ser diferente con los de ahora. Ni debiera creerse que con eso se “pone el palo en la rueda” o “se hace el juego a los antidemocráticos”.

Hacer el juego al pasado, al autoritarismo, a la anti-democracia ocurre en verdad cuando no se actúa con responsabilidad ante la esperanza de la gente, cuando se promete y no se cumple, cuando se buscan atajos autoritarios para fines sectarios. Para defender y fortalecer la democracia hay que actuar institucionalmente y ser eficaz, para con ello evitar que en esta ciudadanía, aún esperanzada, cunda y se instale el estado de decepción. ¿O ya es tarde para ello?

José María Costa

Una razón para celebrar

Haber pasado de votantes a electores es el gran cambio

Si me pidieran un motivo, una razón esencial… sólo una, y aunque no hubiera otra… Si me dieran la opción de ser optimista por un minuto, no dudaría en decir que sí hay un motivo para celebrar el 20 de abril.

No miraré ni mascullaré ahora las diez, cien o mil razones por las cuales pudiéramos sentirnos los paraguayos pesimistas o desencantados. Yo creo que sí hay una razón fundamental para celebrar aquél hecho político del 20 de abril del 2008. Y es lo significativo que resulta aquella jornada para la construcción de la democracia en Paraguay, la democracia republicana, representativa y participativa, no la sesgada o mutilada que algunos piensan o desean. Fue el día en que radicalmente hemos pasado de ser ciudadanos votantes a ser ciudadanos electores. Y con ello, hemos abierto una página nueva para construir una democracia de ciudadanos verdaderos.

Aquella jornada electoral provocó el primer cambio de gobierno de un sector político a otro, sin complicaciones ni revoluciones, en la historia política del Paraguay. Esto, de por sí, no es poca cosa, considerando nuestra historia plagada de asonadas, cuartelazos, dictaduras y hegemonías partidarias inacabables. Pero esto mismo tiene muchas consecuencias y significaciones relevantes. Una de ellas es que el voto sí tiene valor como herramienta de castigo y cambio político. El ejercicio del voto ciudadano –devaluado por la prostitución política instaurada en la dictadura y continuada en la transición a través del prebendarismo y el clientelismo político- recuperó su esencia, su valor y su proyección. El paraguayo entendió que su voto vale y los paraguayos sabemos que si queremos proyectar ese valor, tenemos los mecanismos para hacerlo.

El voto también es un compromiso, y eso todavía está por concretarse. Cuando uno vota, no entrega –no debería- un cheque en blanco a los gobernantes electos. Apenas entrega una autorización para que lo representen y actúen en su nombre para trabajar por el bien común. El voto ciudadano no se agota –no debería- en el acto electoral, sino debe expandir su acción en forma de control y crítica durante todo el período para cual entregó poder a los elegidos. Esta parte del hecho ocurrido el 20 de abril del 2008 todavía debe cumplirse, seguir cumpliéndose. Y nadie –menos las autoridades elegidas en aquella jornada- debería negarse a este control, ni bastardear el propio mandato diciendo que quienes critican son “antipatriotas”, ni vituperar contra el ciudadano contraponiendo su derecho al voto a una supuesta “democracia participativa” que en realidad esconde el desdén por el soberano, el pueblo, y su esencial manera de expresarse políticamente que es el sufragio.

Insisto en lo inicial. Opto por no mirar en este momento las razones que destiñen la esperanza de muchos ciudadanos, sino en focalizar en la principal razón por la cual la ciudadanía debería festejar: por el valor de su voto como herramienta política. Si cada compatriota comprendiera esto en su radical importancia y perspectiva, tendríamos suficientes motivos incluso para ser optimistas aún con miles de desilusiones sembradas por la ineptitud, la corruptela o el nepotismo de los gobernantes, de los que estuvieron o de los que hoy están. Tendríamos coraje para no dejarnos amedrentar por las paranoias maledicentes o las injurias dogmáticas de los que hoy empotrados en el poder, repiten vicios que el voto del 20 de abril quiso desterrar de nuestra geografía política.

Claro que hay un gran motivo para festejar el 20 de abril. El voto por el cambio es el motivo, porque ése sólo, sin otro más, sin considerar los otros “no motivos”, es suficiente para preservar un hálito de optimismo y confianza en el verdadero cambio, aquel que todavía sigue esperándose y ya genera impaciencia.

José María Costa