viernes, 1 de febrero de 2008
Ni con un millón de policías…
La política del avestruz en materia de inseguridad
Cómo será de crítico el nivel de inseguridad que hasta los mismos jueces sienten hoy en propiedad y carne propia los rigores de la criminalidad. El ministro del Interior podrá seguir dando recomendaciones de prevención a la ciudadanía o señalando que se trata más de una cuestión de percepción que de realidad, pero lo cierto es que para la gente, la inseguridad es un problema cada vez mayor en nuestra sociedad.
Llegamos, entonces, a un punto en que ya no alcanza con levantar lo más alto que se pueda la muralla o poner rejas a cuanta abertura se tiene en la casa. Ni siquiera basta con contratar todos los sistemas de alarmas, tender cercas eléctricas o tener un ejército privado de seguridad. ¿Qué pretenden nuestras autoridades? ¿Que el problema de la inseguridad debe resolverlo cada ciudadano por su cuenta? ¿Qué vivamos en medio de un campo minado para prevenirnos de asaltos y robos? ¿Qué se imponga la ley del far west? Todos contra todos, cada cual defendiendo lo suyo, y el Estado que siga engordando sin responder a las necesidades de la gente.
Más policías, menos seguridad
La jueza que realiza semanalmente intervenciones en rescate de adolescentes en estado de peligrosidad en San Bernardino reclamó que se incremente de 200 a 400 el personal policial destinado a cubrir dicha ciudad los fines de semana. Un seguimiento rápido de los titulares de prensa de las primeras tres semanas del caluroso enero nos revela que 200, 400, 1.000 o 20.000 policías podrían no ser suficientes para la problemática de seguridad de esa ciudad y menos del país.
No es un problema de contar con más personal policial en las calles, sino de que haya decisión política de prevenir y combatir el crimen. Más policías en las calles significa, la mayor parte de las veces, no tanto un poder disuasivo para los delincuentes sino molestias innecesarias para la gente que no tiene nada que ocultar.
Lamentablemente, mientras las totalmente pronosticables barreras policiales retienen a ciudadanos honestos para requerirles documentos de hasta su décimo cuarta generación en línea de afinidad y consanguinidad, los verdaderos criminales manejan las frecuencias radiales y tienen “compinches” uniformados que les alertan de los operativos. O peor, planifican o realizan sus asaltos al amparo de las luces intermitentes de patrulleras cuyos ocupantes se dedican a “novillear” por el barrio o a recoger las “recaudaciones” de moteles, kilombos y pancheros en infracción, y cuando un vecino les pide auxilio tiene que “ponerse” con un 200 mil “para el combustible”.
No bastará un millón de policías si las autoridades no cambian su punto de vista y se dedican a administrar seguridad saneando los cuadros policiales, exigiendo y controlando el cumplimiento de sus funciones a los jefes policiales, estableciendo mecanismos permanentes y ágiles de corrección para las negligencias internas, y convierten a la ciudadanía en aliada suya y no en sospechosa principal.
La inacción policial es muchas veces urticante. A tal punto que muchas veces, ante un evidente delito o infracción legal, algunos jefes se remiten a decir que “no pueden hacer nada” sin orden del fiscal, excusa baladí para incrementar la pobre percepción que tiene la institución en el compromiso a favor de la legalidad. O para demostrar del lado de quién están.
Quizás sea cierto que hay países más inseguros que el nuestro. Pero en este caso, el mal de otros no sólo es consuelo de ministros…sino también parece política de Estado. Del estado de inseguridad que nos regalan nuestras autoridades.
José María Costa
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