¿Hay candidatos que realmente quieren el cambio?
Cambio es la palabra más utilizada en épocas pre-electorales. Todos proponen, prometen, anuncian, postulan, apoyan y reivindican el cambio. Cualquier cambio, todos los cambios o algunos cambios. Hasta los que no quieren el cambio, quieren el cambio. O dicen quererlo, porque así manda la agenda electoralista. En definitiva, el cambio es eje de todas las propuestas y presentaciones proselitistas vigentes en una campaña como la actual.
¿Dónde están, entonces, las diferencias que –presumimos todos, ilusos electores- deben existir naturalmente entre candidatos y partidos que compiten en la carrera por los cargos electivos? ¿Cómo puede evaluar el ciudadano entre opciones partidarias que coinciden en querer “el cambio” como principal propuesta electoral? Menuda tarea… para la cual podríamos ensayar algunas, nada exhaustivas, orientaciones:
• Si un candidato habla de cambio y es parte de una estructura prebendaría que rige desde hace décadas; si cuestionó siempre al sistema de prebendas pero lo primero que hizo cuando tuvo poder político fue cambiar a “contratados” del adversario por “contratados amigos”; si ha ubicado a parientes, familiares y vecinos en cargos de cuarta, sólo porque no tuvo todavía la ocasión de disponer de cargos de primera… es evidente que ese candidato no quiere el “cambio”. Quizás quiera la planilla y la lapicera para cambiar a los titulares de los zoquetes, pero nada más…
• Si un candidato aboga por el cambio y pertenece al mismo grupo que estuvo dirigiendo la administración del Gobierno; si cuando tuvo la oportunidad de hacer cambios profundos se contentó con maquillar ciertas cosas para que todo siga igual; si propone el cambio para “mejorar” y se niega a ver las cosas que están mal… ese candidato no quiere el cambio… Quizás quiera ganar unas elecciones a caballo de una popularidad ajena o una estructura partidaria, pero nada más…
• Si un candidato promete el cambio en la política y comete los mismos pecados de aquellos a quienes critica; si hace campañas políticas en hospitales, edificios municipales o universidades públicas, burlándose de las restricciones legales para hacer proselitismo en dichos sitios; si en vez de predicar con el ejemplo, se contenta con dar sermones esquizofrénicos… ese candidato no quiere el cambio. A lo sumo, quizás, pretenda cambiar de pecadores, pero el pecado del uso ilegal de bienes públicos probablemente seguirá.
• Si un candidato promete el cambio y cuestiona el continuismo en los cargos públicos, pero se perpetua en los cargos electivos mediante el poder o el dinero (o ambos) que posee; si no le importa cambiar (eso sí) de partido, movimiento, fracción o comisión vecinal con tal de no dejar el zoquete; si predica contra la paja de la reelección ajena y no ve el horcón en el ojo propio… ese candidato no quiere el cambio. Ni por asomo, salvo que cambien los demás.
• Si un candidato quiere el cambio para defender los intereses nacionales y acabar con la entrega del país, pero no tiene empacho en admitir de manera ingenua o negligente (o ambas cosas) el neocolonialismo imperialista por el sólo motivo de que es un imperialismo “amigo”; si postula la defensa de la soberanía nacional y no duda en recibir apoyos morales o inmorales de quienes la agreden… ese candidato no quiere el cambio. Al menos, no el cambio para bien de los intereses nacionales. Quizás sí para los intereses trasnacionales…
Juzgar quién quiere realmente el cambio, quién está dispuesto a trabajar por el cambio, y sobre todo, quién realmente puede lograrlo, no es fácil. Pero convengamos que hay otra duda existencial que, más allá de encuestas y encuestruchas, todavía persiste en una coyuntura muy singular como la nuestra: la gente, en Paraguay, ¿realmente quiere el cambio?... y si lo quiere, ¿cuál cambio?
José María Costa
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