¿Se decidirá quién será el Presidente de la República en un debate?
Seguro que no, pero el debate es un espacio, una oportunidad eficaz para que un
proceso electoral sea realmente abierto a la discusión de ideas, de propuestas,
de opiniones, e incluso de garantías de confianza que brindan los candidatos o
partidos políticos.
En definitiva, el debate, tal como
entendemos hoy día en el marco democrático, hace a la esencia misma del sistema
que todos adscribimos en el que el voto es una OPCIÓN, y no una ACCIÓN MECÁNICA
y menos una IMPOSICIÓN.
La Real Academia Española equipara el
significado de la palabra DEBATE con la de CONTROVERSIA señalando que es una “discusión de opiniones contrapuestas entre
dos o más personas”. Si en una contienda electoral se presentan más de una
candidatura o proyecto político se supone que será porque tienen diferencias
entre sí, sea en sus puntos de vista, sus propuestas programáticas, sus agendas
de prioridades o hasta en el estilo y el carácter de su actuación política. Y
ni qué decir, entre los candidatos. Si no hubiera diferencias, no tendría
sentido votar (que es optar). Opción supone elección entre dos o más
alternativas diferentes.
Por eso, resulta incomprensible que
en un sistema republicano y democrático todavía haya quienes rehúyan al debate,
a la controversia, al intercambio de opiniones o propuestas. Esto es más lógico
en un sistema autoritario, de autoridad única o irrefutable, para decirlo más
directamente, de dictadura. El dictador, o el que pretende serlo aun usando las
vías democráticas, no está interesado en debatir; le basta exponer e imponer. Y
a veces ni siquiera lo primero, aunque si irá a usar el recurso democrático del
voto, la exposición de sus ideas (maquilladas o no) tal vez sea un “mal
necesario” que deba admitir para no mostrar de entrada sus verdaderas
intenciones.
Por otro lado, mirado desde la
comunicación política, si alguien todavía cabalga aupado en la excusa de que
“quien lidera no necesita debatir”, sencillamente estará confirmando que
antepone sus apetencias electoralistas a la verdadera necesidad que tiene el
electorado, el pueblo, de conocer las propuestas, las intenciones y las
seguridades –o no- que ofrecen sus candidatos. Esa excusa o bien oculta un
egoísmo político latente –potencialmente maquiavélico y de inconmensurables
consecuencias a futuro- o bien desnuda la incapacidad del proyecto político o
del candidato para confrontar sus ideas o defenderlas públicamente recurriendo
a una de las características más relevantes y específicas de la naturaleza
humana: el uso de la razón y la argumentación. No digamos que no sea humano
quien rehúye a la discusión racional, pero al menos quizás está dejando la
evidencia de sus propias limitaciones intelectuales. Y en pleno siglo XXI, creo
que nadie se merece un Presidente incapaz de razonar o argumentar.
Nuestra democracia tiene poco más de
20 años y sigue careciendo de calidad y profundidad. Ha sido y sigue siendo una
democracia apenas de votos, y no de debate, de participación, de construcción
social a partir del diálogo, del consenso o incluso de la confrontación
racional de ideas o posiciones.
La elección sólo podrá ser tal si hay
capacidad y posibilidad de opción, y si ésta se sustenta sobre un flujo libre y
permanente de información. Si los candidatos son mezquinos con la democracia y
con la ciudadanía, repetirán fórmulas y cantinelas proselitistas en busca del
poder por el poder mismo.
Con ese tipo de actitudes, no habrá
calidad democrática, no habrá participación ciudadana, no habrá nuevo rumbo
para el país, ni habrá garantía real de la superación de los problemas
nacionales, entre ellos la pobreza o la desigualdad social como muchos prometen
combatir. Apenas habrá nuevos (o reciclados) cacicazgos, nuevas felonías
políticas hiriendo al sistema democrático y nuevas excusas para un modelo
perimido, autocrático, que propicia el clientelismo como sustento para llegar y
mantenerse en el poder.
Al que le venga el sayo… que se lo ponga.
Y si los ciudadanos se lo ponen, que no se queje.
José María Costa
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