martes, 24 de junio de 2008

Dictadura de la fuerza

Reclamos legítimos precisan caminos legítimos

Días atrás tomé como punto de partida la anécdota de Lugo con los periodistas apostados en el Congreso para hablar de cuestiones más allá de la anécdota. Ahora, tomo y retomo (como diría cierto político venido a menos) la anécdota para referirme a ella y su contexto en nuestra sociedad.

Aquél día en el Congreso, los colegas comunicadores le hicieron el “corralito” al presidente electo para tratar de obtener algunas declaraciones sobre temas polémicos de la coyuntura. A la negativa de Lugo, respondieron siguiéndole y –según las crónicas de la prensa- obstaculizándole el paso para evitar que el mismo abordara su vehículo allí estacionado. “Es un método que solemos utilizar incluso en el Palacio de Gobierno cuando un político se niega a dar declaraciones”, comentó muy orondo un colega radial al día siguiente. Hasta allí, la anécdota. Ahora la reflexión.

Veamos. Estoy totalmente de acuerdo que los gobernantes deben “someterse” a las preguntas de la prensa pues en ellas, se supone, está representado el interés de la ciudadanía por conocer temas de relevancia para la vida social. Un mandatario o un ministro o un alto funcionario público que rehúye crónicamente a la prensa, no solo incumple un deber de transparencia que –en temas de interés público- le exige el cargo y su representatividad, sino además demuestra torpeza o falta de coraje político. “Los periodistas son como “cabichuí” que te persiguen por todas partes”, decía el antiguo rector de la UNA Dionisio González Torres, y en su sabiduría, no retaceaba una entrevista cuando era “pillado” por los mismos. “Más vale tenernos cerca, que lejos y conspirando”, añadía. La prensa tiene la misión de obtener la información, tanto la que quiere dar el poder como la que quiere ocultar. Es nomás luego “molestosa”, muchas veces. Y más aún cuando hay algo que esconder.

Ahora bien, para conseguir dicha información no puede recurrir a engaños, artimañas ni presiones indebidas, como por ejemplo “cerrarle el paso” o impedirle su tránsito a un entrevistado, por más hombre público que fuera el asediado. Lo ocurrido la semana atrás parece tener la misma lógica de quienes “invaden tierras” o “cortan rutas” para hacer valer sus derechos. No es que no tengan razón en sus reclamos, sino lo que no tienen es legitimación en sus métodos.

El uso de la fuerza y la coacción no será nunca una herramienta de la democracia, cuyo ordenamiento en base a la ley justamente busca erradicar el privilegio del más fuerte contra los más débiles. El derecho es la tabla que iguala a débiles y poderosos, al menos, en su concepción teórica.

La dictadura de la fuerza es la expresión más radical de la ilegalidad. Si los periodistas recurren a extorsiones, a coacción de la libertad ajena, a presiones ilegítimas, a chantajes económicos o políticos, quizás obtengan información (o beneficios), pero, ¿podrían llamarse “democráticos” o “profesionales”?
¿Que nos vendrá después? ¿Periodistas que “corten rutas” para obtener la “primicia” porque actúan “en nombre del pueblo”? ¿De qué serán acusados después quienes no estén de acuerdo con estos mecanismos? ¿De “criminalizar” la tarea de la prensa?

Todavía creo que hay espacio para el criterio sano y el juicio mesurado. La mejor aliada para cualquier periodista es la ley, y su mejor regla de trabajo es el respeto a las libertades y derechos de todos. La anécdota con Lugo fue eso, una anécdota. Pero bien vale mirar y atender la luz amarilla encendida allí, tanto por el lado de los entrevistadores como por el del entrevistado. El mismo que en otros planos y contextos, considera que “cortes y ocupaciones” son mecanismos de lucha “legítimos”.

José María Costa

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