miércoles, 5 de noviembre de 2008

Pulseadas en el campo y en la historia

La traición a la esperanza no se podrá perdonar.

El problema de la tierra en Paraguay es tan viejo como su propia historia. Un problema que alcanza picos agudos y se va agravando con situaciones específicas, como las ventas de tierras públicas de fines del siglo XIX y principios del XX, las explotaciones extensivas en base a regímenes de semi-esclavitud y la prebendaría “reforma agraria” del stronismo. En este proceso, la expansión de las fronteras agrícolas y la irracional e incontrolada explotación forestal incrementaron en gravedad y amplitud la problemática. El boom del “oro blanco” del algodón, que todavía ocupaba gran parte de la mano de obra rural, dejó paso en los años 80 a la emergencia de la agricultura mecanizada y al boom del “oro verde” de la soja, cuyas consecuencias directas dentro de dicha problemática son la expulsión progresiva de campesinos hacia las zonas urbanas (por la poca ocupación de mano de obra en la explotación), la aceleración de la pérdida de bosques y el impacto socio-ambiental por el uso de fertilizantes y pesticidas.

Hoy estamos probablemente entrando en una nueva etapa de esta larga historia. Un momento en el que los ingredientes de la problemática de la tierra se mezclan entre razones verdaderas y excusas perfectas para ubicar nuevas motivaciones y dimensiones dentro de los sectores involucrados. Una etapa en la que aparecen anacrónicas banderas xenofóbicas incrustadas en razonables reclamos sociales, en la que se mezclan los dogmas ideológicos con las argumentaciones racionales, en la que todos piden el cumplimiento de la ley pero bajo la mesa proliferan las puñaladas y la ilegalidad… Una circunstancia en la que, parece haber una “pulseada” de poderes, contrapoderes, antipoderes y poderes subterráneos.

Nadie puede desconocer la realidad cruel que significa para cientos de miles de familias campesinas no contar con los medios básicos para la producción o el sustento. Tampoco se puede desconocer, por otro lado, que hay muchos aprovechadores que son cómplices en la depredación forestal y se han encargado de crear las células mafiosas que extorsionan a propios y extraños y son la base “social” de las organizaciones mafiosas de mayor porte. Así también, no se puede negar la irracionalidad e ilegalidad de muchas de las explotaciones agromecanizadas, escudadas en la impunidad del dinero o la “protección” política, o amparadas en la real incidencia que su producción tiene en la generación de divisas para el país.

Uno pudiera haber esperado que en un tiempo que se dice de cambios, de legalidad e institucionalidad, todos los actores y los dirigentes involucrados en esta problemática se ajustaran a discutir y enfrentar los conflictos dentro del marco racional e institucional. Sin embargo, han aparecido y continúan arreciando posiciones que pretenden, parece, no sólo desconocer la institucionalidad sino también dan la impresión de buscar justamente el quiebre del Estado de Derecho para hallar en dichas circunstancias las excusas para sus tropelías antidemocráticas y sus veleidades autoritarias.

En el campo hoy parece estar jugándose una pulseada entre el poder formal y el poder informal, entre las mafias (del color, la ideología y la adscripción política que fueran) y el Estado de Derecho. Ese Estado de Derecho que es la gran conquista del hombre para organizarse en sociedad y resolver los conflictos de una manera racional y ordenada. Ese Estado de Derecho que, al parecer, a algunos molesta porque además de derechos también les exige obligaciones.

Temo que mirar la crisis del campo apenas en sus ingredientes sería no ver el “menú” completo que parece estar sirviéndose de la mano de una postura hasta ahora ambigua, dubitativa y poco eficaz de parte de quienes tienen todo el apoyo de los votos, la credibilidad y, sobre todo, la esperanza de la gente para hacer que este sea un país ordenado, serio y absolutamente legal.

La mayor traición del gobierno a esa esperanza será perder las riendas de la historia en esta situación, por flojera, abdicación o impericia política. Perder esa pulseada sería fatal.

José María Costa

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