martes, 25 de marzo de 2008

Astrea frente a los candidatos

¿Quieren realmente la independencia de la Justicia?

La pregunta es parte de las inquietudes que animan a la realización de un debate entre los postulantes a la primera magistratura del país que es anunciado en el sitio web www.justiciayelecciones.org.py.

En una sociedad en la que más del 70 % de los habitantes tiene poca o ninguna credibilidad en la Justicia, o en la cual 8 de cada 10 ciudadanos consideran que los tribunales no garantizan un juicio justo, es urgente y fundamental plantearse cómo fortalecer y reformar el Poder Judicial. Sin embargo, vemos que en su mayoría los candidatos a cargos políticos no tienen, no pueden o no quieren tener posiciones concretas y claras sobre este problema.

De las generalizaciones y vaguedades está empedrado el camino del proselitismo y los discursos electorales. Todos dicen querer una “Justicia independiente”, una “justicia que castigue la corrupción y a los corruptos”, una “justicia que defienda los intereses de la gente”, etc. Pero nadie dice cómo hacerlo.

Es más. Hay quienes han alentado y coparticipado de “pulverizaciones” en nombre de la “independencia” judicial, pero hoy aparecen sin empacho alguno postulando consignas “institucionalistas”. Hay quienes no dudaron en desconocer, desacatar o contradecir los mandatos judiciales, pero se presentan impolutos y con poses de catedráticos de la justicia. Hay quienes hicieron prevalecer “acuerdos políticos” por encima y al costado de la legalidad, y no se ruborizan al proclamar sus afanes pseudo institucionalistas. Hay quienes ridiculizaron y profanaron la independencia de los magistrados conminándolos a renegar de la Constitución para darles su acuerdo constitucional (paradoja aleve) para la designación en sus cargos, pero hoy se presentan como defensores del imperio de la ley y de las decisiones judiciales.

Puede ser beneficioso para todos, electores y candidatos, que éstos sean requeridos para que digan públicamente sus postulados en tan sensible como fundamental tema.

Allí podríamos saber si “independencia judicial” consiste solamente en que el juez no dicte sentencia en contra del propio interés. O si los que propugnan dicha independencia son capaces de trabajar por ella dando verdadera autarquía presupuestaria al Poder Judicial y autonomía en las decisiones como Poder del Estado.

Escucharlos hablar de “independencia” judicial para, acto seguido, proponer que se recompongan los cuadros judiciales de acuerdo a las “mayorías y minorías” es un despropósito. Escucharlos mencionar que quieren una Justicia “eficaz y rápida” mientras siguen promoviendo que el presupuesto sea un elemento de sometimiento es un insulto a la inteligencia.

La Justicia no está mal porque sí. Los políticos tienen gran parte de la culpa, porque siguen mirando al Poder Judicial como un poder “discapacitado” que debe ser controlado, sometido y utilizado. Y lo hacen a través de “pactos”, “cuoteos”, asignaciones o recortes presupuestarios con tufillo de extorsión, creaciones de cargos divididos por caudillismos regionales”, etc.

De este pecado, casi nadie se salva. Pero los candidatos presidenciales al menos tienen la obligación de decir en voz alta cómo piensan reivindicar a la Justicia y superar ese pecaminoso concubinato con la política que tanto daño ya ha causado a Astrea.

Valorar o promover la independencia judicial es, en primer lugar, respetar a la Justicia en la independencia e inamovilidad de sus magistrados, concederle la verdadera autarquía y autonomía en materia financiera, y finalmente, pero no menos importante, acatar sus decisiones por contrarias que fueran para los propios intereses. ¿Habrá algún candidato que esté dispuesto a todo ello?

José María Costa

martes, 18 de marzo de 2008

El ojo del amo engorda la urna


¿Quiénes deben asegurar la transparencia electoral?


Un hombre puede ser honesto naturalmente. Pero lo es más cuando sabe que lo controlan.

Se ha desatado ya la seguidilla de acusaciones, contra-acusaciones, escepticismos, sospechas, cargos y descargos respecto a la transparencia de las próximas elecciones nacionales. Resulta lógico todo ello: en un país con un bajísimo nivel de confianza en las instituciones públicas, por qué habría de haber quedado fuera del “paquete” la Justicia Electoral. Aunque su hándicap en materia de credibilidad haya sido bastante fuera de lo común en los últimos años, ahora afronta problemas reales de credibilidad debido a varias disposiciones de sus autoridades que, por decir lo menos gravoso, huelen “raro”.

El 20 de abril no sólo se escrutarán votos ciudadanos sino tendremos una de las mayores pruebas de la democracia política desde la caída de la dictadura. Nunca antes, como ahora, había aparecido de manera tan persistente y convincente en el escenario político la posibilidad de una alternancia de partidos en el gobierno central del Estado. No estamos hablando de la “intención” que en muchas ocasiones demostraron sectores políticos opositores para romper con la hegemonía del Partido Colorado, sino de que en esta ocasión, hablando lo más objetivamente posible, aparece una conjunción de elementos que hacen más sustentable esa “intención”, aunque, debemos decirlo también, no aseguran alcanzar el objetivo.

Responsabilidad de unos y otros

Por todo esto, es fundamental que la transparencia sea total en el ámbito electoral. Y aquí no se puede decir, como sostuvo uno de los miembros del Superior Tribunal de Justicia Electoral, que se trata de que “cada quien” se ocupe de “cuidar” sus votos a través de los miembros y veedores de mesas. Es cierto que la base del sistema legal electoral está en el “mutuo control”, pero si las propias autoridades no son capaces de asegurar y proveer transparencia –más allá de los controles establecidos por los representantes de los partidos, ¿para qué están?.

Pero también debemos convenir que la transparencia electoral no sólo es responsabilidad de las autoridades sino una construcción colectiva que requiere de la participación de todos. El ojo del amo engorda el ganado y el de los votantes asegura el respeto a la voluntad popular. Este es el momento en que los partidos, alianzas, candidaturas y movimientos que desde la oposición están pujando por el cambio de la realidad asuman con responsabilidad que si no se organizan y preparan correctamente pueden convertirse en “idiotas útiles” de un montaje electoral que puede dar cabida al fraude.

No está mal acusar, protestar y advertir sobre las artimañas o los manejos poco claros del adversario. Pero también hay que ser proactivos y eficaces en el control.
Recuerdo que en las primeras elecciones de la época transicional un operativo conjunto de partidos, movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales generó un alto grado de confiabilidad en los resultados a partir de un control que se preparó con varios meses de antelación y utilizó una red impresionante de fiscalizadores y veedores no contaminados con las corruptelas internas del partidismo prebendario.

Hoy día, da la impresión que todo comienza y acaba con la protesta… Hay algunos intentos de parte de sectores específicos, pero la balcanización de dichos esfuerzos los hace débiles ante las mañas y las “picardías” que se tejen usualmente de manera sistematizada en las elecciones… No olvidemos que, como dijera cierto reconocido filósofo del republicanismo, para ciertos sectores el “grito de guerra” electoral sigue siendo “ña trampeáta lo mitá”.


José María Costa

lunes, 10 de marzo de 2008

Cambio de chapa


Cuando el voto no vale nada

Insistentes rumores. Aburridas explicaciones legales. Ríos de tinta de prensa e inundaciones de minutos radiales. Maratón de reuniones y contra-reuniones. Festival de declaraciones a favor, en contra y de columna del medio. Todo para analizar si se va a cambiar o no la chapa presidencial de la ANR.

Asumo plenamente que al encarar este tema estoy cometiendo el pecado que estoy denunciando, pero veo necesario abordarlo para apuntar algunas cuestiones que me parecen relevantes para mantener un nivel adecuado de razonamiento y prevención en materia de cultura democrática. Las apuntaré porque me preocupa no haber escuchado nada sobre ellas en este mar de discusiones y rumores. Y las apuntaré aunque la miopía ideológica de algunos pudiera interpretar que ésta es una posición a favor de una candidatura en particular. O aunque la propia candidatura que está en “remojo” (según los autocomplacientes rumores) tenga un manto de cuestionamientos sobre su legitimidad electoral.

Vamos por partes:

Propiciar alegre y superficialmente el cambio de una “chapa presidencial” subvierte la esencia democrática. ¿Alguien ha pensado en substituir acaso con el mecanismo de la “negociación” (o la extorsión) lo que es la base de la democracia, el voto de los ciudadanos? Creo que nadie debiera tener ni sentirse tan “poderoso” como para reclamar, promover, permitir, ofrecer o provocar el cambio de una “chapa presidencial” elegida en comicios libres. Los recursos legales para combatir supuestas irregularidades en las votaciones están disponibles y no se puede, so pretexto de reivindicar la legalidad y legitimidad para una candidatura, pretender otra candidatura “a dedo”, basado en el simple y fáctico argumento de la extorsión política.

“Cambiar de chapa” no debe ser visto nunca como un recurso “normal” dentro del sistema electoral. Si la ley prevé mecanismos para ello, es para situaciones extremas. De lo contrario, los electores no estaríamos nunca seguros de la sostenibilidad de nuestros votos. Aunque fuesen mayoría. Imagínense el daño que esta “inseguridad electoral” causaría para una democracia ya de por sí desprestigiada y decadente en materia de derechos sociales y económicos. Ni la libertad de elegir ya estaría en manos de la gente común, sino en la de dirigentes “iluminados”, dirigentes “extorsionadores”, dirigentes “autosuficientes”.

La democracia no se construye con “dedocracia”. No está bien que en una democracia todavía insegura, apenas sostenible y sedienta de participación ciudadana se privilegien “soluciones” que justamente revocan, soslayan o minimizan la voluntad popular. No se trata de Blanca Ovelar, de Castiglioni, de Zacarías Irún o de Duarte Frutos. Ni siquiera de Lugo, Franco. Mateo, Oviedo o Fadul (que también tuvieron sus escarceos y enojos mutuos por este tipo de cosas). Se trata del voto de la gente, que es la semilla esencial para hacer sustentable la democracia. Claro, si queremos democracia con participación y no “democracia” simplemente con “negociación” de los caudillos.

José María Costa

lunes, 3 de marzo de 2008

Por sus cambios los conoceréis

¿Hay candidatos que realmente quieren el cambio?

Cambio es la palabra más utilizada en épocas pre-electorales. Todos proponen, prometen, anuncian, postulan, apoyan y reivindican el cambio. Cualquier cambio, todos los cambios o algunos cambios. Hasta los que no quieren el cambio, quieren el cambio. O dicen quererlo, porque así manda la agenda electoralista. En definitiva, el cambio es eje de todas las propuestas y presentaciones proselitistas vigentes en una campaña como la actual.

¿Dónde están, entonces, las diferencias que –presumimos todos, ilusos electores- deben existir naturalmente entre candidatos y partidos que compiten en la carrera por los cargos electivos? ¿Cómo puede evaluar el ciudadano entre opciones partidarias que coinciden en querer “el cambio” como principal propuesta electoral? Menuda tarea… para la cual podríamos ensayar algunas, nada exhaustivas, orientaciones:

• Si un candidato habla de cambio y es parte de una estructura prebendaría que rige desde hace décadas; si cuestionó siempre al sistema de prebendas pero lo primero que hizo cuando tuvo poder político fue cambiar a “contratados” del adversario por “contratados amigos”; si ha ubicado a parientes, familiares y vecinos en cargos de cuarta, sólo porque no tuvo todavía la ocasión de disponer de cargos de primera… es evidente que ese candidato no quiere el “cambio”. Quizás quiera la planilla y la lapicera para cambiar a los titulares de los zoquetes, pero nada más…

• Si un candidato aboga por el cambio y pertenece al mismo grupo que estuvo dirigiendo la administración del Gobierno; si cuando tuvo la oportunidad de hacer cambios profundos se contentó con maquillar ciertas cosas para que todo siga igual; si propone el cambio para “mejorar” y se niega a ver las cosas que están mal… ese candidato no quiere el cambio… Quizás quiera ganar unas elecciones a caballo de una popularidad ajena o una estructura partidaria, pero nada más…

• Si un candidato promete el cambio en la política y comete los mismos pecados de aquellos a quienes critica; si hace campañas políticas en hospitales, edificios municipales o universidades públicas, burlándose de las restricciones legales para hacer proselitismo en dichos sitios; si en vez de predicar con el ejemplo, se contenta con dar sermones esquizofrénicos… ese candidato no quiere el cambio. A lo sumo, quizás, pretenda cambiar de pecadores, pero el pecado del uso ilegal de bienes públicos probablemente seguirá.

• Si un candidato promete el cambio y cuestiona el continuismo en los cargos públicos, pero se perpetua en los cargos electivos mediante el poder o el dinero (o ambos) que posee; si no le importa cambiar (eso sí) de partido, movimiento, fracción o comisión vecinal con tal de no dejar el zoquete; si predica contra la paja de la reelección ajena y no ve el horcón en el ojo propio… ese candidato no quiere el cambio. Ni por asomo, salvo que cambien los demás.

• Si un candidato quiere el cambio para defender los intereses nacionales y acabar con la entrega del país, pero no tiene empacho en admitir de manera ingenua o negligente (o ambas cosas) el neocolonialismo imperialista por el sólo motivo de que es un imperialismo “amigo”; si postula la defensa de la soberanía nacional y no duda en recibir apoyos morales o inmorales de quienes la agreden… ese candidato no quiere el cambio. Al menos, no el cambio para bien de los intereses nacionales. Quizás sí para los intereses trasnacionales…

Juzgar quién quiere realmente el cambio, quién está dispuesto a trabajar por el cambio, y sobre todo, quién realmente puede lograrlo, no es fácil. Pero convengamos que hay otra duda existencial que, más allá de encuestas y encuestruchas, todavía persiste en una coyuntura muy singular como la nuestra: la gente, en Paraguay, ¿realmente quiere el cambio?... y si lo quiere, ¿cuál cambio?

José María Costa