miércoles, 25 de marzo de 2009

Marzo otra vez

La esperanza que no debe ser traicionada

Uno puede recordar a los muertos. Puede rememorar las horas de conflicto político y lucha democrática. Puede rescatar las imágenes crudas y las páginas de una epopeya protagonizada por jóvenes en su mayoría, acuartelados en una plaza que defendían como a la democracia misma. O bien puede tratar de reatar los hilos de la historia buscando los detalles y las hendiduras de la política criolla que llevaron a esas jornadas tensas, combativas, violentas, pero profundamente patrióticas del marzo paraguayo. A diez años, los recuerdos se agolpan, tanto como las paradojas del destino posterior a aquellos días, tanto como los interrogantes que quedaron flotando para siempre en la historia, tanto como los sinsabores de una democracia defendida a sangre, sudor y dolor, pero terriblemente ingrata con quienes cuyos pechos fueron la verdadera muralla contra el autoritarismo.

Si debiéramos elegir una lección del marzo que hace una década vivió nuestra República, será, creo indudablemente, la de una ciudadanía movilizada y convencida para defender una esperanza concreta: la de vivir en democracia y con justicia. Algo que suena tan genérico y etéreo, pero que los historiadores sabrán interpretar cuando revivan esas jornadas de verdadera y literal lucha ciudadana frente a un poder que trasvasó los límites de la soberanía popular y se irguió por encima del mandato que le fuera entregado. Sin embargo, genérico o no, dicha esperanza es la misma que sigue latente y permanece invariable desde antes y aún después de aquella recordada gesta de 1999.

Es ésa esperanza la que debe motivar a las autoridades nacionales a empeñarse cada vez más en una gestión gubernamental planificada, eficiente y eficaz. La traición del marzo paraguayo tanto puede ser abdicar de las consignas libertarias o democráticas, como aún enarbolándolas, vaciarlas de contenido o efectividad por efecto de la propia incapacidad para atender los reclamos y las necesidades de la gente. La traición del marzo paraguayo no sólo puede ser olvidar a los que ofrendaron sus vidas por la democracia, sino hacer que su sangre y el esfuerzo de muchísimos más queden desvalorizados por efecto de una insípida o incongruente gestión gubernamental.

En la historia del marzo paraguayo ha habido asesinos materiales, ha habido homicidas de la voluntad popular, ha habido genocidas de la esperanza ciudadana, ha habido criminales portando armas y criminales alentando masacres. Diez años después, sólo algunos han pagado algo de sus culpas. La justicia ineficaz, las componendas de la “real politik” criolla, los acomodos inmorales de unos y otros, han dejado impunes muchos de esos crímenes. Todo esto duele y vuelve a enervar los ánimos. Pero tanto como eso duelen las oportunidades desperdiciadas para reverdecer las convicciones que habían gestado y sostenido aquellas valientes y patrióticas acciones de los jóvenes en la plaza. Oportunidades que se desperdician cuando se improvisa en la función pública, cuando se cometen los mismos errores de aquellos a quienes se ha criticado, cuando los discursos no condicen con las acciones, cuando los tropezones se vuelven cada vez más frecuentes y peligrosos, y no se toman las medidas para evitar que se desmoronen la credibilidad y la ilusión ciudadanas.

El marzo paraguayo dejó lecciones imborrables. La más importante, la que debería motivar hoy la atención esencial de las autoridades, es que con la esperanza del pueblo no se juega. Desconocerla o no responder a ella eficazmente es una traición de lesa patria.

José María Costa

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